Cuando viajé a una isla, en aquel remoto 2019, no podía imaginar que tardaría tanto tiempo en volver a alejarme de la tierra más próxima. Aquella vez la isla nos ofreció un lugar de reencuentros, de proyectos ilusionantes y de nuevas rutas que enseguida quedarían truncadas inesperadamente.

La tempestad que vino después nos dejó navegando solos. Durante mucho tiempo intenté buscar otra isla interior, una que ofreciera ese lugar tranquilo donde fuera posible sentarse y escribir mientras perduraba incesante la tormenta. Sé que muchos lo pudieron conseguir, pero yo no logré encontrar ese refugio, y seguí esperando que algún día amainara. 

Ahora, después de dos años sin apenas viajes ni apuntes en el diario de bitácora, he querido que uno de mis primeros destinos fuera una isla. Quería buscar otra vez esa sensación de alejarse de la costa, encontrarse en el medio del mar y percatarse de la necesidad de una isla. Y, al llegar al muelle, volver a sentir el suelo bajo tus pies. Allí, con un imprevisto sol de abril, esbocé estas notas, con la esperanza de que fueran un fragmento de un relato mayor, de un cuaderno que empecé a escribir en aquella isla lejana de 2019 y que, al poco tiempo, fui incapaz de continuar.