Laboratorio de dudas
8 de septiembre de 2019
Como cada inicio de curso, los días previos al comienzo de las clases se llenan de tareas de organización y preparación de materiales: calendarios, presentaciones, páginas web... mientras que se verifica que todas las herramientas están actualizadas y listas para su funcionamiento. Resulta difícil encontrar un momento para descubrir la chispa inicial que sirva para encender las ganas por aprender, por sorprender, por emocionar, cuando quizá eso debería ser lo más importante.
Llevo varios años, —creo que desde mis inicios como profesor universitario—, impartiendo asignaturas de primer curso. Siempre me ha parecido una tarea muy estimulante y enriquecedora acompañar en los primeros pasos de la carrera. El curso inicial está lleno de dudas, y poder convertir esas dudas en un motivo para seguir adelante, en un laboratorio donde poder experimentar y crecer, ha sido una preocupación constante y una exigencia fundamental, aunque esa no esté entre las rutinas mencionadas anteriormente.
Porque cada nuevo curso es un escenario distinto, un lugar donde se dan unas condiciones prefijadas: aulas, horarios, plan de estudios... pero donde la capacidad de transformación, de adaptación y de revisión de todo lo realizado previamente debe estar al orden del día. Y mucho más en el primer contacto que se produce con los estudios, que probablemente nos esté sirviendo también como primer contacto con la vida profesional posterior en la que nos vamos adentrando.
Precisamente, en una de las lecturas casuales de estos días, me encontré con que Juan Gómez-Jurado hablaba del disfrute de la ignorancia. Y, aunque pueda parecer lo más lejano a un método pedagógico defender la ignorancia al adentrarse en una dinámica académica, pienso que ese disfrute debería servir de norma esencial en el laboratorio en el que vamos a trabajar todos juntos. Y suscribo las palabras con las que Gómez-Jurado termina el artículo:
«Yo he encontrado dentro de mí una hermosa revelación. La alegría de la ignorancia. Cuanto más ignorante me descubro en muchos temas -incluso en aquellos, pocos, en los que soy un experto-, más feliz, más liberado me siento. Cuando descubres que no tienes que tener una opinión inmediata y categórica sobre todo, y mucho menos la obligación de expresarla, la vida se convierte en un maravilloso disfrute, que espero que empiecen a compartir pronto muchos compañeros y compañeras.»
Fotografía: Kelly Sikkema
La sala de escultura
1 de septiembre de 2019
Hace tiempo, en una visita al Museo de Pérgamo, recorriendo la sala de escultura clásica, nos encontramos de repente sin nadie alrededor. En silencio, una luz suave entrando por las ventanas creaba una atmósfera mágica, como un momento congelado en la eternidad que hacía del encuentro con la historia del arte algo irrepetible.
La situación vivida en Berlín contrasta con otra más reciente en la Galería de los Uffici. Interminables colas y una corriente de personas que nos arrastraba de una sala a otra, volviendo prácticamente imposible dedicar unos minutos a ver con tranquilidad no solo las grandes obras de la colección, si no también aquellas que descubres y te conquistan al momento, las que realmente hacen que valga la pena el paseo.
Thomas Struth: Pergamon Museum IV, Berlin |
Los museos, sobre todo los grandes museos, han dejado de ser un lugar de reflexión y descubrimiento para convertirse en itinerarios de verificación. Lo describe muy bien Estrella de Diego en su libro Rincones de postales (Cátedra, 2014) cuando habla de los visitantes de museos: «No solo son ahora mucho más abundantes, sino mucho más distraídos, piensan en sus cosas incluso mientras el guía o la autoguía, muy popularizada, va explicando las salas. Da lo mismo lo que tengan delante: nada consigue atraparles genuinamente».
La masificación del turismo posee en esos museos uno de sus puntos críticos, con arquitecturas pensadas para una determinada función y capacidad, que son revisadas y reconvertidas para la creciente demanda. Un proceso que hace anhelar la de las fotografías de Fernando Maquieira en su serie «Nocturna»: un recorrido solitario por salas de todo el mundo durante la noche.
Fernando Maquieira: Nocturna |
«Cuando Platón definió el amor como un “penetrar en belleza” debió haber añadido que se trata siempre de una belleza distraída, sorprendida en su ministerio», escribió Javier Gomá Lanzón en un artículo sobre la perversión del turismo masivo, y José Ramón Hernández Correa dedicaba dos entradas recientes en su blog al mismo tema, ejemplificado en el caso de La Gioconda: «Es más importante no decepcionar al público y no ofrecerle
algo distinto a lo que está acostumbrado a ver que mostrar la verdad y
proteger la obra».
Seguramente hoy ya resulta imposible la visita solitaria a aquella sala de esculturas, igual que lo es a muchos monumentos e incluso a pueblos y ciudades. Nos queda la esperanza de que, aun variando el viaje, permanezca la posibilidad de la sorpresa, del descubrimiento y del recuerdo imborrable.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)