Hace tiempo, en una visita al Museo de Pérgamo, recorriendo la sala de escultura clásica, nos encontramos de repente sin nadie alrededor. En silencio, una luz suave entrando por las ventanas creaba una atmósfera mágica, como un momento congelado en la eternidad que hacía del encuentro con la historia del arte algo irrepetible.

La situación vivida en Berlín contrasta con otra más reciente en la Galería de los Uffici. Interminables colas y una corriente de personas que nos arrastraba de una sala a otra, volviendo prácticamente imposible dedicar unos minutos a ver con tranquilidad no solo las grandes obras de la colección, si no también aquellas que descubres y te conquistan al momento, las que realmente hacen que valga la pena el paseo.

Thomas Struth: Pergamon Museum IV, Berlin

Los museos, sobre todo los grandes museos, han dejado de ser un lugar de reflexión y descubrimiento para convertirse en itinerarios de verificación. Lo describe muy bien Estrella de Diego en su libro Rincones de postales (Cátedra, 2014) cuando habla de los visitantes de museos: «No solo son ahora mucho más abundantes, sino mucho más distraídos, piensan en sus cosas incluso mientras el guía o la autoguía, muy popularizada, va explicando las salas. Da lo mismo lo que tengan delante: nada consigue atraparles genuinamente».

La masificación del turismo posee en esos museos uno de sus puntos críticos, con arquitecturas pensadas para una determinada función y capacidad, que son revisadas y reconvertidas para la creciente demanda. Un proceso que hace anhelar la de las fotografías de Fernando Maquieira en su serie «Nocturna»: un recorrido solitario por salas de todo el mundo durante la noche.

Fernando Maquieira: Nocturna

«Cuando Platón definió el amor como un “penetrar en belleza” debió haber añadido que se trata siempre de una belleza distraída, sorprendida en su ministerio», escribió Javier Gomá Lanzón en un artículo sobre la perversión del turismo masivo, y José Ramón Hernández Correa dedicaba dos entradas recientes en su blog al mismo tema, ejemplificado en el caso de La Gioconda: «Es más importante no decepcionar al público y no ofrecerle algo distinto a lo que está acostumbrado a ver que mostrar la verdad y proteger la obra».

Seguramente hoy ya resulta imposible la visita solitaria a aquella sala de esculturas, igual que lo es a muchos monumentos e incluso a pueblos y ciudades. Nos queda la esperanza de que, aun variando el viaje, permanezca la posibilidad de la sorpresa, del descubrimiento y del recuerdo imborrable.