Durante cuatro años, entre 1950 y 1954, Álvaro Cunqueiro publicó en el periódico Faro de Vigo una serie de artículos denominada «El pasajero en Galicia». Se trataba, más que de una guía de viaje, de un recorrido personal por la historia, la tradición y la mitología de la geografía gallega. Partiendo de los lugares reales, Cunqueiro desplegaba todo su conocimiento y erudición para trasladar al lector a geografías muy distantes, incluso imaginarias.

Como él mismo reconocía, en el pasaje dedicado a Ortigueira: «me encuentro con que los años me han hecho dueño, casi sin enterarme, de una memoria confusa y sentimental, en la que, cada día, aumenta en extensión y tinieblas el laberinto en el que me pierdo».

En el volumen publicado por Tusquets en 1989 bajo el mismo título que el escogido por Cunqueiro, César Antonio Molina —autor de la selección y el prólogo y otro de los grandes nombres que han descifrado de manera magistral los lugares que han conocido—, advierte que «en la mayoría de los casos sus reflexiones no pertenecen al presente desde el cual escribe, sino al pasado real o reinventado por él mismo. Cunqueiro, fundamentalmente, nos habla de las ruinas del mundo, en este caso el más cercano a sí mismo».

La atracción por las ruinas es recurrente en varios de los textos, aunque es en el dedicado al monasterio de Sobrado de los Monjes —convertido entonces en una colosal ruina romántica—, donde descubre la lección de las ruinas: «Lección que trasciende de la arqueología al ser y al estar del hombre en la Historia: solo en las ruinas hay respuestas: quizás las ruinas sean en sí mismas la única respuesta. No está muerto, dice Heine, repitiendo lo que dicen en Westfalia, todo lo que está enterrado...».

Lo que el autor mindoniense no podía imaginar al recorrer los claustros devorados por la vegetación es que, poco tiempo después, el monasterio sería completamente reconstruido y la ruina ignorada, quedando como otro momento pasajero en la memoria y en la melancolía, como otro lugar ficticio.