Ordenando los libros de la biblioteca heredada, localizo varias primeras ediciones de Emilia Pardo Bazán. Al revisar el estado de Pascual López: autobiografía de un estudiante de medicina, publicado en 1879, me detuve a leer las primeras páginas donde figura el prólogo que, en esa edición original, escribió la propia autora.

En el texto establece una definición de prólogo, «de ordinario, una disertación acerca de la índole y género de la obra que encabeza; disertación que así puede condensarse en escasas páginas como crecer, a favor de lo elástico del asunto», para proceder después a una amplia reflexión sobre su conveniencia: «No encuentro yo ciertamente reparo grave que poner a esta usanza del prólogo, excepto que suena a literario reclamo lo de realzar con el barniz de un apellido brillante otro ignorado y modesto». De ese modo, la inclusión de un prólogo se vuelve un complemento pretencioso, como «quien decora con fachada opulenta pobre choza».

Además de la idoneidad del prólogo, las páginas iniciales me atrayeron por otra cuestión, referida a la belleza, algo que Pardo Bazán introduce aludiendo a donde transcurre la obra: «son bellos para el pensador los lugares que hablan con sus monumentos elocuentísimos, con sus soberbias carcomidas piedras, con la silenciosa majestad de su abandono», pero que también le sirve para exponer lo que me parece más relevante: plantear una definición de la belleza como aquello que es capaz de enseñarnos algo: «Más el punto estriba cabalmente en que sea bella la obra. ¿Lo es mi novela? No estoy autorizada para decirlo: mi voto es recusable. De encerrar Pascual López, en su género, alguna verdadera belleza, contendría también alguna enseñanza».

Es bello lo que es capaz de enseñarnos algo. He pensado en su aplicación a distintas obras y disciplinas, y creo que resulta de gran validez, por lo menos como reflexión sobre el concepto de belleza, siempre tan difícil de concretar. En ese sentido, el prólogo de Pascual López me ha parecido bello, pues de él he aprendido algo nuevo, y me ha animado a leer el resto del libro, a pesar de la escasa confianza que depositaba la autora en su inicio: «Terminaré declarando con sinceridad que, a pesar del amor que inspiran los hijos del entendimiento, no me sorprenderá que esta obra se sumerja en el golfo del olvido, donde anualmente caen tantos libros, quizás más sazonados, gustosos y amenos».

Imagen: La lectora, pintura de autoría desconocida conservada en la Casa-Museo Emilia Pardo Bazán